Patagonia, al fin del mundo
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Alysa nuestra protagonista atraviesa el Atlántico en el año
1856 hasta llegar a las gélidas aguas del Océano Pacífico, en Cabo de Hornos.
Desde el pequeño puerto de Melipulli iniciará, junto a sus nuevos amigos, la
búsqueda incansable del enigma de sus antepasados, que la hacen poseedora de
una herencia ancestral extraordinaria.
1856
La proa del barco
cortaba las olas con la furia de un titán. Una enorme tormenta jugaba con la embarcación
retrasando el viaje a Valdivia, de los germanos que trasladaba en sus bodegas; alemanes
colmados de sueños de tierras prometidas por el gobierno chileno, y que luego serían
propias.
La lluvia y el viento jugaban con las velas desplegadas
y mojadas del barco, jalando con fuerza las cuerdas que las sostenían. Bajo
cubierta, el grupo humano se mantenía silencioso, atento a los quejidos de la
embarcación, orando por sus vidas, escuchando los intensos ruidos de las maderas
resistentes a la presión de las embestidas del oleaje. El piso del barco estaba húmedo por la
acumulación de agua y la gente se agolpaba manteniendo así el calor de sus cuerpos
entumecidos. Un hedor a transpiración y moho se inhalaba en el aire ya
espeso, renovándose sólo cada vez que alguien salía.
Alysa, quieta, observaba a sus
compatriotas desde su lugar, asustada. Los sacrificios de cruzar el Océano
Atlántico y Pacífico, leguas y leguas de agua salada, ya habían hecho mella en
su joven corazón. Se sentía sola, vencida antes de comenzar su nueva y tan
esperada vida. Ella entendía bien los motivos
que cada uno de ellos había tenido para hacer tamaña locura de viajar sufriendo
toda clase de privaciones. Pero comenzaba a preguntarse si realmente lo había
necesitado tanto como sus compañeros de viaje, porque a diferencia de estos, Alysa nunca
tuvo un mal pasar.
El hacinamiento humano con muertes y
nacimientos a bordo, habían provocado en Alysa un fuerte temor que la llenaba de
angustia. Sus ojos se humedecían dejando escapar algunas lágrimas y su respiración
se tornaba trabajosa. Ahora, con la agobiante tormenta, su aventura le pareció,
como muchas otras veces, descabellada, estando tan cerca de su destino y tan
lejos de su patria para morir…
El Cabo de Hornos, lugar en donde se
encontraban, era un pasillo marítimo
lleno de peligros y horror; paso
obligado para todos aquellos que deseaban llegar a los archipiélagos del sur de Chile. El miedo de quedar sepultada bajo las aguas
profundas y salvajes del Pacífico se apoderó de su mente, imaginando que
llegaba el momento de su muerte. En su pequeño lecho ubicado en un rincón
oscuro al fondo del compartimiento, y ante la necesidad de consolarse, trató de
pensar en algo positivo para lograr conservar su valentía. Abrazó su almohada en un intento de
aferrarse a la vida.
–
En cierto modo – pensó – las lluvias traerían alegría a los pasajeros
ya que podrían contar con agua limpia de nuevo. Se concentró en los barriles, ubicados sobre
la cubierta del barco, e imaginó que estos eran animales sedientos con grandes
fauces abiertas dispuestos a recibir y almacenar agua fresca en sus redondos
estómagos.
Pensando
en lo difícil que había sido aprender a beber el escaso líquido maloliente de aspecto viscoso y poco apetitoso almacenado
por días, se quedó dormida con los dedos
ya agarrotados por el esfuerzo, mientras que, con saña, las olas golpeaban el
barco lavando su cubierta con agua
salada atravesándola de lado a lado. La corriente formada, era una trampa mortal para
los tripulantes descuidados: serían arrastrados hacia una muerte segura. Muchos marinos dejaron este mundo en ese
nefasto lugar, transformándose en almas perdidas al ahogarse en sus frías aguas,
capaces en un par de minutos, de engullir al hombre más robusto al congelar sus
pulmones.
Un grito despertó nuevamente a la joven. Tras
soltarse una botavara, todos corrieron ante el impacto que botó al suelo a uno de los marinos. Quien se deslizó, sin lograr
asirse de nada, hasta el borde de la embarcación envuelto por el agua. Todo se resbalaba de sus grandes manos, con
los dedos encrespados y ojos desorbitados, tratando de evitar lo inevitable:
ser arrojado por la borda. Pero el hombre que los dirigía, el capitán Goertz, logró
sostener al malogrado joven girando con brusquedad el timón, frenando así su
carrera al océano. Lo atrajo de vuelta demostrando una vez más su capacidad. Conocía bien su barco, parecía una extensión
de él mismo, como su hijo con el que ya había compartido muchas dificultades y,
también, momentos felices. Sentía bajo sus manos el cuerpo de ese enorme
bergantín llamado “Grasbrook”, de 29 metros de eslora; tamaño suficiente para
resistir las embestidas del océano más violento. Sobre las aguas, el capitán lo navegaba
demostrando su destreza, creando un baile al compás de las rabiosas olas
blancas, lo que para muchos, esa noche, significaría devolver su escueta cena.
Alysa
se levantó tambaleante hacia la balaustrada y se acercó a uno de los marinos
más viejos.
— Wilhelm, – sus labios, azules por el
frío, temblaban – ¿tú crees que el capitán será capaz de sobrellevar esto?
— Señorita, Alysa, el capitán es muy capaz y esto
para él es un juego… – Dijo el maduro marino mirando de reojo a la joven que
tenía a su lado.
— Entonces, ¿por qué están todos tan aterrados?
No veo seguridad en sus compañeros…– miraba a uno que apenas se sostenía por el
viento.
— Porque ellos no entienden los secretos
del mar a pesar de llevar años en él. No han sido capaces de escucharlo. Ponga
atención…; el mar se comunica con nosotros. – le dijo mirando el furioso
espectáculo de las aguas revueltas.
— Si, eso lo veo… ¡Quiere que nos vayamos de vuelta a casa!... – Le dijo Alysa violenta, con la cara mojada.
— No preciosa, quiere que nos acordemos
de su fuerza…, y nos muestra que debemos respetar siempre su voluntad. – habló
el marino, de piel curtida y gruesa, observando el horizonte turbulento con
añoranza, había perdido a su hijo en una tormenta como esa.
— Ya no soy tan niña como para creer que
el mar nos habla, ¡por dios!... Esto no
es un cuento, Wilhelm, y sólo sé que tengo mucho miedo. ¡Nos hundiremos! ¡Seremos comida de algún bicho extraño allá abajo!...– miraba el agua
espumosa…, obscura.
— Cálmese señorita, Alysa. Sólo déjese
llevar. Ya se lo he dicho, crea que existen
fuerzas que quieren que nosotros lleguemos a donde vamos. Porque a donde vamos, haremos grandes cosas.
Es lo que debe pensar cada vez que se muera de susto, y luego… mirando al cielo
repentinamente iluminado por un trueno, agregó, con sus tupidas cejas empapadas:
– rece.
Alysa siempre fue práctica, pero en esta
ocasión, cerró sus ojos y trató de creer que el mar la elevaba sobre sus aguas
para llevarla, lo más rápido posible, a la tierra que había heredado de su tío
Oscar. Tenía mucho que hacer y gran
parte de su temor era no sentir
seguridad de estar preparada al momento de tomar las riendas del campo de su
tío. Tras desembarcar, ella con sus 19
años recién cumplidos, tendría que lidiar con abogados y gente que ambicionaba
sus terrenos fértiles y bien ubicados a la orilla del lago Llanquihue. Esperaba que su última travesía a caballo
desde Melipulli (que posteriormente pasaría a llamarse Puerto Montt), hasta
Puerto Varas y de allí a la playa Maitén,
sería más fácil por tratarse de
caminos terrestres y travesías en el lago y no por el mar. Menos mal que a su llegada Pichi la estaría
esperando: su nombre significaba pequeño en mapudungún. Sin embargo él era un viejo mapuche de
contextura fuerte. Su tío, quien le
tenía en alta estima, a través de sus cartas le mencionaba que era más alto de
lo común, más alto que otros indígenas de la zona. Además sabía leer y
escribir, era bastante letrado y al
parecer muy inteligente. Ella estaba
segura que sería él quien la apoyaría en los momentos difíciles, así como había
apoyado a su tío desde que pisó suelo
chileno.
Durante la travesía, de largos y mezquinos meses que se le hicieron eternos, se dedicó a
repasar y estudiar el español. Su madre siempre le había exigido el aprendizaje
de ese idioma sin entender porqué lo hacía. Muchas de sus amigas aprendían
latín, pero ella, por insistencia de su madre, tomó clases de esta lengua que
más tarde, de igual forma, le sirvió cuando estuvo de maestra ayudando a unos
niños españoles instalados en su pueblo.
Leyó las cartas de su
pariente y estudió, según los planos que tenía en su poder, los avances de la
limpieza del bosque y la construcción de los galpones. Por otro lado, también
tenía algunas ideas con respecto a la crianza de los animales existentes en el
campo.
Por fin la tormenta cedió, después de siete
días y una noche, muchas de las cuales pasó en vela escuchando los chasquidos
de las maderas del barco. El Océano se había transformado, era
como si el telón gigante de un teatro se hubiera levantado ante los ojos de sus
espectadores. El barco se deslizaba ahora sobre un espejo de agua dejando una
armoniosa estela. El Sol lo iluminaba todo.
Aparecieron ante sus ojos montañas blancas que parecían tocar el mar y
los volcanes parecían albergar al mismísimo Vulcano. Podía sentir que, si estiraba su brazo
tocaría la nieve con los dedos, se la imaginó suave y agradable. Una vegetación
espesa, abundante y llena de vida, los saludaba. El verde contraste la hizo suspirar. Unas toninas jugueteaban con el barco
cortando el agua con su aleta dejando
escapar una sorda respiración por su orificio dorsal.
– ¡¡Dios!!
Jamás imaginé lo hermoso y paradisíaco de este exuberante lugar. – El
viento suave le golpeaba la cara acariciando su largo pelo castaño ondulándose con la brisa.
–
¡Qué agradable!
Nunca entendió bien a su tío, esto de querer
radicarse en un país extranjero. Ahora
ella lo vio todo claro: vivir en el paraíso es el sueño de cualquiera. En la
medida que se acercaba a su destino algo estaba cambiando en ella…,
sensaciones, emociones, visiones… como una gruesa cuerda de rodeo que atrapa tu
cuerpo y tira de ti con tanta fuerza que es capaz de arrastrarte hacia el lugar
del que has estado intentado escapar.
De pronto, una tonina se acercó y de un salto
logró llegar con su mirada al corazón de Alysa, provocándole una sensación de
magnetismo y ansiedades desconocidas. Por un rato se sintió suspendida en el
tiempo, siguiendo con la mirada al valiente animal, transformando el momento en
algo etéreo y mágico –¡Qué extraño!– Pensó sorprendida de su apreciación
inclinando su cuerpo sobre la barandilla.
Casi perdiendo el equilibrio, medio atontada, absorbida, retrocedió dos
pasos y se apoyó en la pared tras ella.
Allí se mantuvo callada y al levantar la vista vio nuevamente la
inmensidad del paisaje que la rodeaba.
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Puma, mayor carnívoro terrestre de Chile, "Felis Concolor" |
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